jueves, 6 de enero de 2011

Castigo impuesto.

-¿Sabe qué?
-No, ¿Qué sé?

No me salía palabro alguno de mi boca, su presencía, él, ¡Dios santo! ¿Por qué mi tortura a de ser ¡tan exquisita, tan sublime!? Qué picardía, oh, seor por favor que castigo tan grande me has impuesto. Muy buen gusto, sí señor. Su blanca piel, ángel oculto. Deseame hasta que te mueras, llevame aferrada a ti hasta las entrañas del mismísimo infierno. Arrancame la piel a tiras, torturame, ¡Haz lo que quieras! No me olvides jamás ¿Por qué serás tan adictivo? No, no quiero saberlo. ¿Quizá exagero? No, no lo creo, si así fuere… ¿Por qué Dios me habrá brindado un regalo, con tortura incluída? ¡Oh por todos los hados! Miralo, tan dulce, tan gigante, todo tan excitante. Realmente voy porque el castigo y el castigador me enloquecen ¡Qué tan sublime y exquisíto castigo tengo impuesto! Oh, hados sagrados, Dios, todos los Dioses ¡Los del olimpo! ¡Todos! Por favor nunca me quitéis, nunca, jamás de los jamases me pribéis de tan dulce, exquisíto y sublime castigo.

-¿Por qué cuando te veo soy incapaz de articular palabro alguno? ¿Y por qué me tiembla el pulso?
-¿Estás nerviosa u algo?
-No.
-Mi presencía quizá.

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